Yo había cambiado.
Caminaba anonadada por un camino de ladrillos rojos, rodeada de gritos y pesadillas.
Estaba oscuro y el techo era de cristal, dejando entrever el vacío inmenso de los sueños perdidos. Caían gotas rojas que mojaban mi cara y mis manos y el olor a azufre se mezclaba con mis pensamientos. Juntos retozaban y formaban otros más profundos y siniestros, pensamientos de pecado, pensamientos inventados desde el más profundo odio y temor.
El miedo se disipaba mientras la melancolía acechaba y la tristeza aparecía.
Y yo ya había roto las cadenas, ya había escapado de aquello que me mantenía prisionera. Y, a pesar de ello, seguía sintiéndome atrapada. Unas manos invisibles recorrían mi alma, atormentando mis recuerdos y sensaciones. En la espalda, algo pesaba, me hacía ir más lenta, más insegura en el trayecto. ¿Para qué quería alas si aún no podía volar?
Llegué a un silencio abrupto, un silencio que se formaba con palabras, aquellas que morían en los labios de la gente y nunca eran pronunciadas.
Por miedo.
Por ira.
Por amor.
En una esquina difusa se alzaba un espejo. Me acerqué y observé a través de él, sin ver realmente mi reflejo. No había nada más entre mis penas, no existía certeza en mi murmullo. Y al girarme no vi plumas.
Fue cuando comprendí que lo que me pesaban no eran las alas, sino los recuerdos.