Tuve la
mala suerte de nacer chica. En mi mundo, las chicas no son más que simples
criadas, simples obreras trabajadoras. Me recuerdan a las hormigas: pequeñas
criaturas que recolectan y guardan todo su trabajo para una persona que no hace
nada. Lo único que nos diferencia de ellas, es que la que recibe todo el
beneficio es una chica; la reina. Pero ahora no estamos hablando de las
hormigas, sino de las personas en sí. En mi ciudad las mujeres no pueden ir
vestidas como quieren, no pueden dejar entrever su pelo, ni tan siquiera pueden
hablar sin que se les permita. Y, cómo no, nos dirigen los hombres.
Se que no
soy más que una simple mujer en manos del mundo, a quien pueden controlar, pero
algún día, todo esto cambiará.
Y, con
estas reflexiones, me acordé de un pequeño cuento que me contaba mi abuela de
niña. Creo que comenzaba….
La mujer del árabe nunca habla, solo
escucha. La mujer del árabe nunca deja entrever sus encantos de mujer, solo
tapa sus bellezas. La mujer del árabe es dirigida por el árabe. Pero existió
una vez, una pequeña. Su nombre era… Aamaal, que significa esperanzas,
aspiraciones. Esa chica creció en el entorno más desagradable que ha existido
aquí. Su padre, era el hombre más respetado de la ciudad, ya que cumplía las
leyes árabes con mucha minuciosidad. Y ella, por desgracia, vivía de su
malicia. Un día, le pidieron al padre un favor; buscar esposa para el hijo de
un gran amigo suyo. Y sí, la eligieron a ella. Sus rasgos eran finos y
delicados, su pelo-siempre tapado, he de decir- era de un asombrante color
dorado, y sus ojos eran cristalinos cual agua de arroyo; no eran los rasgos
característicos de una niña árabe. Su padre lucía orgulloso de ella por toda la
ciudad, y más aún cuando dio a conocer la noticia de su prominente matrimonio.
Todos esperan, expectantes, el gran acontecimiento. Por fin habían casado a la
pequeña niña de tal personaje público. Y llegó el día de la boda. La niña,
pobre incauta, solo tenía 15 años, y no pretendía casarse. Su inteligencia
sobrepasó los límites de nuestras leyes, e ideó un plan. Consiguió las
serpientes en el bazar Negro-lo llamaban así por vender objetos o materiales
ilegales- y las preparó. Con tan solo unos días, las había domesticado; tenían
una importante misión.
Como cabía esperar, acudieron al acontecimiento
más de la mitad de la población que residía en dicha ciudad. La niña, esperó.
Cuado se colocó justo en el altar, silbó. Todos los presentes quedaron atónitos
ante tal acto, pero nadie dijo nada. En cuestión de segundos, las decenas de
serpientes bajaron de las paredes, salieron de sus escondrijos más ocultos, y
aterrorizaron a la gente. Aamaal estaba riéndose a carcajadas, y su esposo huyó
atemorizado. En ese momento, ella escapó por la puerta principal, y jamás se le
volvió a ver por ahí.